En el diario salió: “Guardia de seguridad usó
caseta como bulín”, porque lo vieron a él y a esa chiquita mientras él le
armaba una trenza sobre la nuca y la abrazaba fuerte cuando la penetraba, y la
vieron a ella sentarse sobre él y darle de comer sus pechos, agarrarle su
macana y acogotarlo contra el vidrio mientras se venía, y lo vieron a él
levantarse y gritarle cosas tapándole la boca y después besarla largo rato en
un grito o gemido o pedido de auxilio a nadie. Y la policía vino y los vio
también, y a él se lo llevó porque ella era menor y la tía había hecho la
denuncia. Aunque después lo largaron a darse a conocer cómo eran las cosas en
realidad. Ella venía dos veces por semana a la caseta de seguridad donde él
hacía de custodio y allí se refugiaban, se iluminaban en el sexo o solamente
hablaban de la novela de las nueve, tan romántica que había resultado esa
parejita nueva cuando los vaivenes de sus desigualdades sociales parecía que
los seducía y unía, para luego separarlos en la comprobación de las
diferencias. La prensa hace de las palabras una piedra, o un piedrazo. Ellos
justo se estaban empezando a enamorar, y ella le traía comida, y mientras
comían una empanada en silencio y escuchaban algo de música, y ella lo tocaba
un poco o jugaban a las cartas, comenzaban a hacerse esas miradas calladas que
dicen mucho, una: te quiero cojer donde sea y todo el tiempo que pueda; otra:
si no estoy con vos te extraño, extraño tu olor, me gusta tu boca; más: ¿por
qué no te conocí antes?, y así. No habían llegado a los momentos más crudos y
abismales de las confesiones que a veces en la torpeza o falta de sincronía
exacta dejan al otro pensando demasiado. Ella le dijo: “Sabés que esta es como nuestra
casa”, y él no respondió, salvado por una llamada del handie, salió a hacer la ronda
y, pensando en el aire calentito de la noche, respirando el viento que parecía
ganar en sabor con el moviendo los árboles, se le ocurrió qué decirle, y cuando
volvió le respondió algo que la hizo sonreír y sonrojar.
Esa hermosura, que es dejar dar los pasos
necesarios a las caricias, para que se acomoden a su objeto, se cortó cuando
vino la policía y lo esposó y lo interrogó como si él la hubiese violado. El
diario apuñala en la madrugada, lo deja preso mucho más tiempo que el ratito de
la comisaría y tan distraído que ahora solo en la caseta prende el encendedor
sin un pucho en la boca, porque aunque parezca raro, igual lo conservaron en su
trabajo. Ella lo llamó un tiempo después y él no la atendió. Él la llamó
después de dos meses y ella tampoco. La caseta queda vacía ahora, cuando él
sale de ronda, y se extravía en la noche y en pensar cómo se dieron las cosas
en realidad y en cómo se dieron en su cabeza, porque a veces no sabe si se
dieron solamente así de complicadas en su cabeza y todo fue más simple de lo
que pareció. La luz de la linterna que lleva traza círculos, cruces,
negaciones, formas montañosas en el horizonte, ondulaciones que asemejan bichos
serpenteando por el piso, el nombre de ella, el suyo, y ambos tachados, todo acompañando
el diálogo que viene teniendo con él como único interlocutor a lo largo de la
recorrida. Sigue mirando las entradas iluminadas de las casas, las formas
ásperas y porosas del pavimento, tratando de recortar de lo oscuro alguna
figura que le haga levantar el handie para
pedir ayuda, u otra silueta, que lo haga acercarse y abrazarla.
Así se dieron las cosas, la caseta, el diario,
la tía, la policía, aquella noche. Y por un año no se cruzaron. Hasta que el
diario volvió a titular: “¡Abejas invadieron hospital!” y allí se vieron. Ella
estaba en camisón llevando el suero con una mano y sacándose con la otra una
del rostro y tres de la espalda que la estaban hincando; las vio, dándose
vuelta, directo a sus pequeñas caras cuando con sus traseritos aguijoneados se
le incrustaban con demencia, y se las sacó como abrojos tirándolas al suelo. Corrió
sin pensar, movida por una energía nutrida de miedo, que le daba una velocidad
y una lucidez que la hacía cambiar de dirección y resguardarse cada vez que
veía que una se acercaba o cuando tan sólo escuchaba cerca un zumbido.
Él se había ido a hacer una revisación de
rutina para el trabajo y terminó cubriéndose con una colchoneta, pegándole con
una almohada en el pasillo a cuanta cosita voladora veía pasar. Lleno de
picadas, trataba de auxiliar a los sectores de internados, que desprotegidos,
recibieron lo peor. Cuando todo pasó y llegó Defensa Civil y un grupo de
fumigadores comenzaba en el patio a tirar veneno sobre los panales que se
habían instalado en el techo del hospital, ellos se vieron. Ella con el rostro
hinchado, él con hielo en el cuello donde más le habían dado. Él se acercó y
luego de abrazarla sosteniéndole con una mano el suero, le preguntó que hacía
ahí, qué le había pasado; ella, que era una infección rara que le había salido,
entre sollozos cortos se lo decía. Él le contó a qué había ido, y que cuando se
dirigía por el pasillo buscando el número de consultorio donde lo iban a
atender, vio el enjambre que entraba a matar por la ventana del hall y que
nunca pensaba encontrarla a ella ahí, ni de hecho en ningún lugar, y ella que
tampoco, menos en esa situación, y rieron un poco y él la acompañó hasta su
cama para que descansara.
Tres tardes la fue a visitar al hospital y
luego siguió la cosa bajo la mirada atenta de su tía en la casa donde ella
vivía. A la caseta no fueron más juntos. Él la noche la dedica a trabajar y
hacer las “palabras cruzadas”, o los “siete errores” que salen en el diario.
Ahora son novios como dios manda, dice su tía y el diario no habló más de ellos
hasta que en sociales publicó su enlace, o hasta decir mucho después que él
había muerto en un asalto o que su tía se había desmayado regando las plantas
para matarse contra una maceta. De ella, el ocho de enero, mencionó chiquito: “Los
más ricos choris de la costanera” y eso le dio muchísimos clientes.